Adolfo
Castañón (Ciudad de México, 1952) es un devorador de libros y de platillos,
pasiones que le vienen de familia: su padre era bibliófilo; su madre, una
experta cocinera. Lo mismo se le puede hallar conferenciando sobre Alfonso
Reyes (su modelo escritural) que disertando sobre el arte de la gastrofilia.
Grano de sal y otros cristales reúne
dichas pasiones. Esta deleitable obra apareció primero como columna en la
revista Casa del Tiempo, de la
Universidad Autónoma Metropolitana. Cuenta ya con cinco ediciones, cada una más
nutrida que la anterior.
“Me
gustaría que se inscribiera en una cierta tradición de escritores que en la
lengua española se han interesado en hacer poesía, literatura, exploraciones de
calidad consistentes en torno a la lengua de la comida con la lengua de la
expresión”, ha declarado el autor. Entre dichos escritores, se encuentran el
Arcipreste de Hita, Emilia Pardo Bazán, Xavier Domingo, Salvador Novo y el ya
citado Reyes.
Este
banquete en ocho tiempos incluye artículos periodísticos, poemas, refranes, el
preciado recetario decimonónico de su bisabuelo materno, el comerciante
jalisciense Juan E. Morán, entre otros manjares.
“Mi
biblioteca culinaria es la que tengo más cerca del corazón y del dormitorio”;
“no sólo soy lo que como sino lo que leo y pienso”, sostiene el académico de la
lengua.
Estudiar
los rituales culinarios, ya sean callejeros o gourmet, tiene que ver con “cierta
conciencia antropológica”, al concebir la gastronomía como identidad. En
particular, desmenuza la cocina mexicana, no sólo por su proximidad, sino por
su enorme riqueza y ricura, que le han valido para ser considerada Patrimonio
Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO a partir de 2010.
“Los
cimientos de nuestra barroca gastronomía descansan (…) sobre la dorada medianía
de la quesadilla, la calidez del hospitalario fideo, la mañosa improvisación
del arroz rosa o anaranjado (¿por qué dirán que es rojo?), la paciencia de los
frijoles taciturnos, para no hablar de los nopales asados o de las rajas con
crema que incendian el bosque de la memoria y resucitan con su sabor el paisaje
de las ceremonias prehispánicas, de las primeras mieles del mestizaje”,
explica, mientras a uno se le hace agua la boca.
Castañón
afirma que la cocina mexicana y la francesa se asemejan en “el talante
poderosamente regional, católico y familiar(…); el laberinto de los
compadrazgos y de las haciendas familiares y regionales que se entrevera en el
banquete, sus recetas y bastimentos, la institución de la comida corrida, del menu du jour o la incorregible
perseverancia de la jerarquía que reserva ciertos alimentos y bebidas a quienes
la doble predestinación del gusto y de la cuna ha señalado con su lengua
inescrutable”.
Respecto
al recetario familiar, llamado El
cocinero práctico, señala: “la cocina de la época y de la región se dan
cita en él. (…) La práctica de este cocinero es más bien criolla y postula un
ideal culinario de rancio sabor ibérico”.
Abundan
las recetas con puerco, “el sueño carnívoro”, que “le sirve a los mexicanos todavía
traumados por tanto sacrificio y tanta Inquisición, para limpiarse desde hace
siglos toda sospecha de judaizantes”.
Castañón
considera que en la cocina mexicana hay una “cocina rural o del hambre” en
contraposición con la “cocina urbana o cosmopolita”. En la primera, “se vale
comer de todo, insectos, flores, tallos, hierbas, plantas, plántulas,
legumbres, frutos, animales como el venado o la rata, la iguana o la culebra,
que vuelan como los patos o que nadan como los camarones y las carpas”, como el
autor menciona en su conferencia “Tránsito de la cocina mexicana en la
historia”, dictada en la Universidad de Amberes en 2007.
Mientras
tanto, en la “cocina urbana o cosmopolita” paradójicamente, se reivindican los
ingredientes humildes, como ocurrió en cierto menú oficial, donde se ofrecieron
platillos tan extravagantes como el “Queso de cabra en Hojaldre al Perfume del
Chile Manzano” o la “Flor de Xoconostle con Nieve de Guanábana y Salsa de
Zapote Negro”.
Como
toda alacena generosamente provista, Grano
de sal recurre a ingredientes de importación; en este caso, a “yerbas
prestadas y brindadas”, de autores tan disímiles como Fray Bernardino de
Sahagún, Soledad Loaeza, José Luis Martínez, Elsa Torres y Elena Méndez.
Sahagún
nos revela a Moctezuma como todo un gourmand:
“no tomaba más potage (sic) que el chocolate sazonado con vainilla y otras
especias, y preparado de tal manera que estaba reducido a una espuma de
consistencia de miel, que se disolvía poco a poco en la boca (…) al emperador
le gustaba con pasión, si hemos de juzgar por la cantidad que consumía
diariamente, que no bajaba de cincuenta tazas.”
Por
su parte, Loaeza apunta que “Una de las primeras virtudes, y muy notable, por
cierto, de Grano de sal es (…) la
riqueza del vocabulario, la frescura de las imágenes, la fuerza de las
evocaciones de sabores, olores y texturas, que son la verdadera materia de este
recetario.”
Un
desopilante refranero culinario, tomado de una recopilación de Herón Pérez
Martínez, adereza pícaramente el de por sí ya bien sazonado volumen: “No hay
más que de dos sopas, la de fideos y la de jodeos… y la primera ya se acabó; de
modo que no queda más que una”; “No te calientes, garnacha, que no es para ti
el aceite”; “La tortilla y la mujer se ha de comer caliente, pues si las dejas
enfriar, ni el diablo les mete diente”; “Si para comerme un taco me tengo que
sobar el lomo, mejor no como”.
Un
“Listín de obras misceláneas y curiosas sobre la cocina y alimentación de
México y el orbe” demuestra que hasta una ficha bibliográfica es antojable si lleva
un breve comentario que despierte el apetito por la obra citada.
Adolfo
Castañón, hombre de saberes y de sabores, sabe “al hablar como al guisar, poner
el granito de sal”.
Elena
Méndez
___
Adolfo
Castañón,
Grano de sal y otros cristales,
Col. Las
semanas del jardín,
Bonilla Artigas
Editores/Universidad del Claustro de Sor Juana,
México, 2017,
340 pp.
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