Graciela Olmos, La Bandida, fue
revolucionaria y contrabandista, compositora y proxeneta. Supo muy pronto lo
que era la orfandad y la viudez, vivir a salto de mata, convertirse en el poder
tras el trono.
Magdalena González Gámez,
periodista y editora, debuta como novelista con La Bandida (Grijalbo, 2012), realiza una magnífica recreación de
este personaje complejo y fascinante, que sorteaba las situaciones-límite que
tanto abundarían en su vida con gran aplomo.
Marina Aedo –nombre real de La
Bandida- nació en Ciudad Juárez, en 1895. Hija del caporal Tarsicio Aedo, quien
se alió junto con otros colonos militares para protestar contra los
terratenientes de la región, desde
pequeña “(…) parecía estar por encima de la preocupación y el achicopalamiento
perpetuo de muchas mujeres (…), muy segura de que tomar las armas era la única
solución.” (p. 13), lo cual no ocurriría sino después de su trágica orfandad.
Se salva del hambre gracias a
una dama española, quien luego se deshace de ella enviándola a un hospicio. En
esa vorágine de pérdidas e incertidumbre, soledad e infamia, pierde el contacto
con su hermano menor, Benjamín –a quien reencontrará andando el tiempo-.
Absorta en rudas faenas
domésticas, conoce a José Hernández, un villista que la hace “una hembra de
verdad”; atípico por caballeroso y devoto, que la toma por esposa.
Evocará, ya vieja, su primera
vez: “Sentí que su contacto borraba el sello de la muerte”, “una sensación en
mi piel como de estar toda rociada de miel con leche tibia” (p. 61).
Su trajinar en la bola le haría despojarse de toda
inocencia, al percatarse de las feroces divisiones internas de la Revolución.
La pérdida de su amado José la
deja nuevamente sola en un mundo hostil, donde recurre a la prostitución para
sobrevivir, aguzando el oído y refinando sus tácticas seductoras, utilizando
indistintamente sus contactos villistas y carrancistas. Es ahí donde la vida de
la todavía Marina da otro giro inesperado: ingresa al contrabando al entablar
nexos nada menos que con Al Capone, en plenos años veinte, desafiando la Ley
Seca norteamericana, época en que adoptaría como seudónimo perenne el nombre de
la suegra del general villista Francisco Rodríguez: Graciela Olmos.
Pero sería otro general
–llamado aquí ‘Mesías’- quien le propondría el negocio de su vida: establecer
un burdel de lujo, “un lugar de confianza, limpio, muy elegante, donde podamos
ir a hablar de asuntos delicados, con un casino a la mano; beber un poco de
vino y disfrutar de una compañía suave y discreta que alegre la vida” (p. 140).
Ahí, en su casona de la Roma,
Graciela le compondría corridos a los tapados,
y la selecta clientela se embriagaría entre sexo y delirantes intrigas.
Adicta y asexual para capotear la imparable bohemia y las
exigencias del negocio, mientras olvidaba su esencia femenina, La Bandida se
revela en todos sus matices.
Piadosa y férrea, discreta y
malhablada, ella misma prepara a sus chicas mediante curiosas ‘conferencias matronales’,
donde les revela su odisea vital: “empeñé tanto esfuerzo en defenderme, que
decidí hacerme justicia antes de que me mataran” (p. 97)
Entre complots de pesados y líos sentimentales de sus
discípulas, momentos jocosos y otros de franco terror, la Bandida intenta
permanecer imperturbable y granjearse al enemigo, cosa que no siempre logra. Al
caer en desgracia con Tata Lázaro,
debe mudarse al mítico hotel Regis, desde donde seguiría su labor, para luego
volver por sus fueros durante la administración avilacamachista.
Graciela-Marina-Bandida se
convirtió en leyenda viva, reverenciada y denostada.
Era capaz de expresiones tan
sublimes como en los versos de su nostálgico bolero “La enramada”: “Como ave
errante viviré/ buscando alivio a mi dolor/ con la añoranza de tu amor/ yo
moriré”.
Como efectivamente, murió
añorando a su José, consciente de necesitar “el perdón por toda la eternidad”
(p. 235).
Elena Méndez
___
Magdalena González Gámez,
La Bandida,
Grijalbo, 2012,
México, 240 pp.
Commentaires