Para Griselda Triana
Javier
Valdez Cárdenas (1967-2017) fue un periodista que siempre estuvo al lado de las
causas justas. Le dolía el dolor ajeno, el destino infame de los seres que
poblaban sus notas.
A
decir de su madre, doña Rosario Cárdenas, desde que él estaba en la preparatoria
le daba por ir a entrevistar a los familiares de personas desaparecidas. “Te
van a matar”, le advertía, acongojada. Pero la vocación de Javier era fuerte y
clara: Sería periodista. Uno de los mejores periodistas que ha dado México. Un
ejemplo de dignidad, congruencia, honestidad.
A
la titánica labor realizada en el semanario sinaloense Ríodoce y sus corresponsalías para el diario La Jornada y la agencia France Presse, se sumaron sus valientes
libros. En ellos, era aún más evidente su repudio al ejecutómetro y su afán por penetrar en lo humano.
Sus
avistamientos al infierno terrenal fueron reporteados hasta aquel trágico
mediodía de mayo en que doce balazos cancelaron sus latidos para siempre.
Periodismo escrito con sangre recopila veinticuatro textos originalmente
incluidos en Miss Narco, Los morros del
narco, Levantones, Con una granada en la boca, Huérfanos del narco y
Narcoperiodismo, obras publicadas entre 2009 y 2016.
El
volumen ha sido prologado por César Ramos, quien, asimismo, seleccionó y anotó
el material compilado.
Ramos
enfatiza la enorme calidad humana de Javier, que optó por “darle voz a los
desposeídos, a las mujeres rendidas, a los huérfanos, a las madres que se
resisten a enterrar, con los restos de su hijo, a la justicia (…) buscaba a las
rastreadoras, entraba en su dolor; le preguntaba a los niños en qué ocupaban
sus horas de orfandad; conversaba con policías receptores de tres, cinco, siete
o más balazos, quienes aún se preguntan cómo sobrevivieron; aguardaba la
respuesta de los drogadictos mientras miraba en sus pupilas la angustia, el
trastorno existencial, el abandono, la desilusión…”
Resulta
inevitable cimbrarse ante el terror aquí descrito: el rostro desollado de Julio
César, uno de los 43 normalistas de Ayotzinapa; la periodista veracruzana
levantada y luego expuesta en cachitos,
para escarmiento de sus colegas; la mujer culpada de asesinar a su esposo, un
hombre influyente; la madre que se conformaría con hallar los huesitos del hijo que en sueños se le
aparece; el recio indígena que atravesó por un sembradío de cadáveres…
Javier
procuraba dar confianza a quienes accedían a brindarle sus experiencias.
Protegerlos. No juzgarlos, aunque se tratase de victimarios, pues sabía que, en
el fondo, ellos también eran víctimas. Como Joaquín, el expandillero cuya
infancia miserable lo orilló a lo más abyecto.
No
deja de causar extrañeza el poco espacio que el editor concede a Narcoperiodismo. Esa obra tan personal
para Javier, porque le atañía en lo más profundo. En los tres textos aquí
incluidos, se refiere el terror de los periodistas acosados por el hambre, el
desvelo, censurados, autocensurados, perpetuamente hostigados por tantos
frentes que los atacan al unísono. Solos, siempre solos.
Como
el Pepis, informador sinaloense que
se atrevió a revelar en un foro que recibía 150 pesos por cada cadáver
reporteado; como Carlos, el veracruzano que delata la farsa del botón de pánico, que en realidad sirve
para espiar a quienes lo portan; como Alejandro, que no se consuela del exilio
y que añora su casita torreonense, la cual ahora sólo ve por Google Maps.
Javier
siempre estuvo consciente de que no era profeta en su tierra. Y lo deploraba.
No imaginó, sin embargo, las protestas y homenajes que se suscitarían luego de
su muerte. En Culiacán, al día siguiente del asesinato, un grupo de
manifestantes –comunicadores, activistas, ciudadanos- acudió a cuestionar al
Gobernador, Quirino Ordaz Coppel, respecto a las circunstancias que propiciaron
el crimen del reportero. Poco antes de que Quirino llegara, un ciudadano,
indignadísimo, increpó a los periodistas: “¡Les hace falta lo que tenía Javier,
carajo!”, al considerar que carecían de los tamaños
para defender el oficio.
Numerosas
protestas se han llevado a cabo, en diversos lugares de México y el mundo, por
él y por los periodistas que ya habían caído y los que siguen cayendo, ante una
sociedad indiferente y un gobierno disimulado. Justo mientras redacto esta
reseña se difunde la terrible noticia de que Cándido Ríos, reportero policiaco del
Diario de Acayucan, ha sido asesinado
en Veracruz, la entidad mexicana con mayor número de periodistas asesinados.
En
cuanto a los homenajes, le fue concedido a Javier, a título póstumo, un
reconocimiento de la Asociación de la Prensa de Madrid, mismo que recibió su
viuda, doña Griselda Triana. Su discurso, dolido, breve y contundente, remató
así: “Si nosotros no tenemos paz, el gobierno tampoco merece tenerla”.
Según
Triana, su esposo “tenía un corazón del tamaño del universo”. Era, pues, un
solidario solitario, que a la hora final estuvo desamparado. Injusta,
canallamente desamparado.
Javier
somatizaba tanta tragedia. Buscaba escapar del enorme dolor que lo carcomía.
Como sostiene Luis Hernández Navarro, compañero suyo en La Jornada: “Para llevar esa pesada carga a cuestas, recurría al
diván del sicoanalista que le ayudaba a administrar el dolor y la tristeza, al
cobijo familiar, a los cuates entrañables, a la amistad de sus colegas, a
bailar solo (…) y cuando el insomnio devoraba sus sueños, echaba mano de algún
antidepresivo”.
Como
afirma Juan Villoro –presentador de Huérfanos
del narco en Culiacán-, Javier “durante medio siglo vivió para mejorar un
país que no supo protegerlo y que lo ha convertido en uno de sus mártires”.
A
Javier le fue arrebatada la vida, pero sus ideales permanecen en aquellos que
exigen se resuelva su artero crimen, que no se resignan a que México permanezca
secuestrado por la malandrinada, ese
monstruo de tantas cabezas, que a veces se viste de honorable.
Elena
Méndez
________
Javier
Valdez Cárdenas,
Periodismo escrito con sangre.
Antología periodística.
Textos que ninguna bala podrá
callar,
(Selección,
prólogo y notas: César Ramos),
Aguilar,
2017,
352
pp.
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