Carlos Montemayor (Parral, Chihuahua, 1947-Ciudad de México,
2010) no sólo fue el último romántico. También fue el último renacentista mexicano.
Nacido el 13 de junio, su planeta regente era Mercurio, lo que
le confería una gran capacidad de expresarse. Murió el último día del segundo
mes, el más breve del año, para alcanzar a despedirse de la primera década del
siglo XXI y de la metrópolis de la que desde joven se apropió para realizar sus
aspiraciones.
Dotado de una innegable bonhomía, nada humano le era ajeno. Luchador
social, se comprometió con la causa indígena, donde fue un revolucionario
pacífico.
De memoria prodigiosa, que le permitía lo mismo hablar doce
lenguas que grabarse partituras enteras, fue más conocido por su faceta de
escritor, en la que, sin embargo, concentraba todas sus pasiones.
Pablo Espinosa (Córdoba, 1956), periodista cultural, tuvo el
privilegio de ser su amigo durante treinta años.
El canto del aeda.
Testimonio de Carlos Montemayor (Universidad
Autónoma de Nuevo León, 2015) es un homenaje de Espinosa al espíritu de su
inolvidable amigo, maestro, hermano elegido. El que lo inició en el arte de
atraer colibríes, como el que sobrevuela la portada.
En este volumen se ejecuta un popurrí de recuerdos donde Espinosa
dirige con sabia quironomia a un coro de voces cercanas a Montemayor. El canto del aeda es, entonces, una obra
polifónica.
Dicho coro está conformado por su viuda, Susana de la Garza; su
hija, Victoria Montemayor; sus colegas y amigos, Natalia Toledo e Ignacio
Solares; los periodistas Gabriel Ríos y Mónica Mateos-Vega -esta última, compañera
de Espinosa en el diario mexicano de circulación nacional La Jornada.
El canto… se divide en cuatro apartados: “Umbral”, semblanzas de los
convocados, crónicas del autor y una iconografía –que, a su vez, consta de siete
secciones: amigos escritores, Cuba, en el estudio, imágenes indígenas, familia/
infancia, luchadores sociales y música. En total, son 38 textos y 59
fotografías las que pueblan esta sinfonía dedicada al gran humanista.
Al ser interrogado por Espinosa: “¿Por qué la música? ¿Por qué
de la música, lo primigenio, el canto?”, Montemayor responde: “La voz ese el
sonido de nuestra especie. Así suena el cuerpo humano, así vibra la realidad
humana. Es la fuerza de la tribu. El canto convoca a toda la especie y esa es
toda la gracia del arte vocal en sus distintos momentos, espacios, alturas,
fortaleza o suavidad. La música vocal es la que comunica más rápida y
profundamente a los humanos. Es la esencia de lo que somos”. La respuesta
brillante y profunda del tenor resuena, cual ritornello, a lo largo de toda la
obra.
Tenor, sí. Pues no se conformó con ejercer la docencia y la
escritura, con ser indigenista, traductor, investigador, analista político. Amó
tanto la música que se preparó, durante toda su vida, para llevar la armonía de
su corazón a quienes estuvieran dispuestos a escucharlo.
Varios de sus discos están disponibles en spotify: Concierto Mexicano; Zarzuela y Cantos de España; Canciones
Italianas y Napolitanas y Canciones
de María Grever.
Doce idiomas, mencioné líneas arriba, hablaba Montemayor: latín,
griego clásico, hebreo, francés, portugués, italiano, alemán, inglés, náhuatl,
zapoteco, maya y rarámuri. Ser políglota le ayudó a ser un autor e intérprete
más completo, a no olvidar sus raíces, a ayudar a los pueblos originarios a
promover y defender su identidad.
Generosamente compartía sus conocimientos, como señala la poeta
Natalia Toledo, a quien asesoraba: “el maestro se dio cuenta de mis errores en
zapoteco con sólo leerme en español” (p. 28).
Entre sus múltiples enseñanzas, destaca el aconsejarle a sus
alumnos “que escribiéramos siempre magnificando nuestra cultura (…) reiteraba
que no había lenguas superiores” (p. 29).
Destacan varias anécdotas por memorables: una de Alí Chumacero,
que les contaba una y otra vez a Espinosa y a Montemayor, su amanecer etílico junto
a un cuerpo desnudo cuya identidad no podía precisar; la del viaje a Cuba, a
donde acudió a la entrega del prestigiado premio Casa de las Américas, del cual
fue jurado y de la que Espinosa fungió como corresponsal. Allí se encontraron al
entrañable Gabito y al imponente Fidel, con quienes hubo deslumbrantes duelos
verbales donde lo mismo se asomaba un aria que un guaguancó, la poesía sáfica y
la nerudiana, salpicados con whisky y mojito.
Montemayor revela, a petición del Comandante, detalles muy
precisos sobre los guerrilleros zapatistas: “(…) los zapatos de la mayoría (…)
son de piel humana: van descalzos; sus rifles son de palo; los paliacates
cubren una parte de su rostro e incendian su mirada” (p. 81). Y es entonces
cuando el líder cubano casi rompe en llanto.
Más anécdotas hacen sonreír al lector: la epifanía que condujo a
un Montemayor de casi nueve años a la música. Había visto a un minero con las
manos laceradas por el trabajo, cuya jornada ya había finalizado, tocar una guitarra:
“Sentí que la música brotaba de sus manos. Sentí que la música tenía que ver
con la carne humana (…) me sorprendió que la música proviniera no sólo del
instrumento, sino de sus manos, que él mismo hiciera la música” (p. 56). Dicha
epifanía le condujo a tomar lecciones de guitarra en las horas más apacibles de
las cantinas parralenses.
Conmueven, también, la súbita coordinación musical entre él y la
cubanita que amenizaba un restaurante habanero; el ímpetu juvenil que lo hacía
interrumpir las clases de derecho que tomaba en la UNAM, ansioso de que sus
condiscípulos conocieran sus cuentos; su avidez por saber la opinión que su
esposa Susana tenía acerca de sus escritos; la visita cotidiana de su amigo
colibrí; la revelación que hiciera a Esther Seligson y a Ignacio Solares de que
el haber recibido el premio Xavier Villaurrutia por su cuentario Las llaves de Urgell confirmaba que él
era “escritor por encima de cualquier otra cosa” (p. 41)…
En cuanto al apartado iconográfico, destacan imágenes de su
familia original y la formada con doña Susana; una donde aparece de pie, en el
estudio alejandrino de Konstantinos Kavafis, cuya poesía tradujo; una con
Donald Frischmann, colega norteamericano con quien emprendió el ambicioso
proyecto poético trilingüe Words of The
True Peoples. Palabras de los seres verdaderos, volúmenes donde se
compilaba poesía, prosa y teatro indígena en su lengua original y traducida al
inglés y al español, que constó de tres tomos y fue editado por la Universidad
de Texas.
Otra fotografía muy especial es aquella en que aparece con los
integrantes del grupo Chihuahua, artistas avecindados en la capital del país,
que se apoyaron en lo amistoso y laboral: Víctor Hugo Rascón Banda, Joaquín
Armando Chacón, José Fuentes Mares, Ignacio Solares y Sebastián.
Se retrató con los zapatistas: el Comandante Tacho, el
Subcomandante Marcos y el Tatic
Samuel Ruiz, mediador en las negociaciones entre los sublevados y el gobierno; con
Fidel; vocalizando o tocando algún instrumento… Pero en la galería destaca la
imagen que ilustra la portada: Montemayor fuma un puro, sentado en medio de la
naturaleza, mientras toma notas para su novela Guerra en el Paraíso, en
algún luminoso día de 1987.
Dicha novela trata de la guerrilla que Lucio Cabañas emprendió
en el estado de Guerrero durante los últimos años de la década de los sesenta y
principios de los setenta. Está narrada tanto desde la perspectiva de los
rebeldes como desde la del ejército y el gobierno.
Me permito citar íntegro un poema del homenajeado. Dicho poema
fue traducido al zapoteco por Natalia Toledo. Se titula “Memoria”: “Estoy aquí,
en la casa, a solas./ Aquí están los muebles, el aire, los ruidos./Tengo un
sentimiento tan transparente como el vidrio de una ventana./ Es como la ventana
en que miraba la nieve al amanecer,/hace muchos años, cuando era niño,/y pegaba
la cara contra el cristal y comprendía toda la vida./Es un deseo en calma, como
la tarde./Es estar como están todas las cosas./Tener mi sitio como todo lo que
está en la casa./Perdurar el tiempo que sea, como las cosas./No ser más ni
mejor que ellas./Sólo ser, en medio de mi vida,/ parte del silencio de todas
las cosas.”
Montemayor, al dedicar un poema a su fenecido amigo, Tito
Maniacco, traza, al mismo tiempo, su epitafio, canto de cisne, de venturoso
aeda: “No podemos permanecer para siempre en la mujer que hemos amado, en el
abrazo del sol y de las tierras/que han sido también nuestra familia.//No
podemos extender para siempre el brindis con los amigos fraternos y
disertadores, que cantan y discuten hasta que despiertan al alba” (p. 142),
reconoce.
Al final, confiesa: “Levanto la mano para saludarlo./Pero sé que
viaja entre nosotros” (p. 142).
Pablo, a su vez, levanta la mano para saludar a Montemayor con
esta sinfonía de más de doscientas páginas, donde revolotea con alas tornasol,
liba solfas, brinda entre acordes de piano y de guitarra…
Elena Méndez
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Pablo Espinosa,
El canto del aeda,
Universidad Autónoma de Nuevo León,
Monterrey, 2015,
210 pp.
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