El periodismo cultural no debe
limitarse únicamente a reproducir los boletines de prensa institucionales, como
suele ocurrir en los medios mexicanos. Debe vivirse. Y me consta que alguien lo vive: Pablo
Espinosa, autor de Sala de Redacción
(Secretaría de Cultura, 2016).
Este volumen, que leí con gran
regocijo, consta de 60 textos, de los cuales 57 son las esmeradas notas
periodísticas de Espinosa, aparecidas originalmente tanto en el diario de
circulación nacional La Jornada como
en Revista de la Universidad. Los
otros tres textos que acompañan la obra son una nota del editor, una
introducción del autor y un muy lúdico prólogo de Elena Poniatowska, donde
ennumera los múltiples talentos y datos curiosos que Espinosa comparte a los
lectores.
El autor, según me comenta en
plática personal, no planeó que fueran 60 textos. Sólo que así quedó el
material, tras depurarse. Pero en un azar cortazariano resultaron 60 textos,
uno por cada año que ha vivido este nativo de Córdoba, Veracruz.
Si, como aseguraba uno de sus
entrevistados, el fenecido colega polaco Ryszard Kapuściński: “Una mala persona
nunca puede ser un buen periodista”, Espinosa, entonces, es un gran periodista,
pues es una gran persona. Hombre que se conmueve con los detalles que nadie ve,
que encuentra la belleza en los sitios más insospechados.
Este libro es un híbrido entre
periodismo y literatura: ora transita de la crónica al reportaje, de la reseña
a la entrevista, del cuento a la poesía. Las figuras retóricas, la manera en
que maneja el tiempo, el lirismo del lenguaje no dejan lugar a dudas: Pablo es
un literato que prefirió el vértigo de la prensa escrita, donde debe mantenerse
tan inquieto como los colibríes que tanto le fascinan.
El autor es testigo
privilegiado del amoroso vals entre Pilar del Río y José Saramago tras
concedérsele a éste el Nobel de Literatura en 1998. Nadie se percata de las palabras
bordadas en el holán del vestido de ella. Sólo Pablo. Eso lo vivió y le conmovió.
Sin embargo, la habilidad del
autor para transmitir la emoción de lo acontecido en otros espacios y tiempos,
es asombrosa: uno puede sentir los puñetazos rozándole la cara, en el debut de Consagración de la Primavera, de Ígor Stravinski;
puede verlo acariciando, con temblor sagrado, las partituras de Mozart, su
amado Volfi, el sibarita que murió en la miseria pero cubierto de gloria; puede
mirarlo llorando de rabia porque le mataron a Lennon, su Lennon.
El lector puede, asimismo, ir
hilando las afinidades entre los artistas mencionados. Hay Músicos Poetas: Lou
Reed, Laurie Anderson, Patti Smith, David Bowie, Rodríguez y Bob Dylan. Hay
danzas budistas y música cercana al budismo: Sankai Juku y el Parsifal wagneriano, por ejemplo.
Hay conclusiones que uno osa
aventurar: Que la compañía de Marie Chouinard debió ser la que danzara cuando
Ígor, malicioso fauno, debutó en París con su Consagración; que Rodríguez no necesitó ser Pessoa para llenarse de
heterónimos; que Pärt emana luz, como Johann Sebastian Bach; que, si la música
es como el agua, tal como asevera Terry Riley, uno no se baña dos veces en el
mismo río de acordes; que hay muertes poéticas si quien las muere es un tocado
por los dioses, como sucediera con Reed. Otras, en cambio, resultan postreras
representaciones operísticas, como la de Callas flotando en un sueño de fármacos.
Que la música popular y la
culta pueden coexistir, llevando el trópico al altiplano, como en la excelente
fusión de la Santanera con la Orquesta Filarmónica de la UNAM; y que el autor
es un profeta, pues vaticinó hace cuatro años que Dylan obtendría el Nobel de
Literatura, como acaba de ocurrir.
Descalza, como la violinista
Patricia Kopatchinskaja, evoco mis conmovidas lágrimas de hace un rato, y
pronuncio una palabra que le enseñaran a Pablo en la selva amazónica: Anhó.
Gracias.
Elena Méndez
____
Pablo Espinosa,
Sala de Redacción,
Prólogo: Elena Poniatowska,
Col. Periodismo Cultural,
Secretaría de Cultura,
México, 2016,
332 pp.
Commentaires