El
Holocausto es un episodio histórico cuyas heridas laceraron no sólo al pueblo
judío, sino también a la humanidad entera.
Las víctimas eran tatuadas, casi como se marca a una res. Ese era sólo
un símbolo de la despersonalización y el cruel destino que les esperaba. Seis
millones de personas padecieron tal ignominia. Pero ellos son más que una
cifra: Son el recordatorio de la abyección a la que puede conducir una
ideología perversa.
Liliana
V. Blum (Durango, 1974) aborda magistralmente el tema en su novela Residuos de espanto (Ficticia/Universidad
Autónoma de Nayarit, 2013).
Dicha
obra marca un parteaguas para la autora: No sólo es su debut novelístico, sino
que además obtuvo con ella la Mención Honorífica del Premio Nacional de Novela
Breve Amado Nervo 2013, convocado por la Universidad Autónoma de Nayarit.
Si
bien Blum tiene raíces judías, sus ancestros no padecieron la Solución Final,
pues llegaron a México a inicios del siglo XX. El tema le interesa por una
cuestión de identidad, de pertenencia, e investigó ampliamente sobre él.
En
esta obra, Abigaíl, joven maestra universitaria, funge como narradora- testigo.
Ella refiere la historia de un par sobrevivientes de Auschwitz: Déborah y
Józef, ya ancianos. Abigaíl cuida a Déborah, ingresada tras quedar
inconsciente, y Józef es un enfermo terminal de cáncer, desamparado, a quien se
acerca tras ver su nombre evidentemente extranjero en la puerta de una
habitación.
Al
hombre le agrada la visita de la chica, quien descubre en su frágil brazo un
tatuaje similar al de la abuela, detalle definitivo para solidarizarse con
quien es “un sobreviviente del mismo horror” (…) (p. 14).
Estos
seres condenados al desarraigo tienen en común más que la raza o sus lugares de
confinamiento, llámense campo de concentración u hospital: sus forzadas
alianzas con el enemigo. Total: tanto Abigaíl como Józef no son sino parias que
nada tienen que perder. Porque ya todo lo han perdido: ella a su esposo, él a
sus padres y a sus pequeñas hermanas. Cito: “Hay cosas peores que morir. Ser
quien sobrevive, por ejemplo” (p. 37).
Déborah
“prefirió adjudicar su sobrevivencia a la bondad inusitada de Dios” (p.23). Su
belleza física atrae al nazi Wolfgang Käppler,
resultando preñada.
Józef,
por su parte, se ve obligado a ser el mozo doméstico de Leopold, un oficial
alemán, que espera algo más que un criado gratis o practicar la caridad.
Los
clandestinos privilegios que uno y otro gozan, sin embargo, los llenan de una
culpa perpetua que el tiempo acentúa: Déborah se enfada cuando ve que algo se
desperdicia, sobre todo la comida. “Porque yo estuve a punto de morirme de
hambre” (p.27); mientras que Józef está convencido de que el cáncer es un
castigo menor por no haberla pasado tan mal durante su cautiverio.
Porque
a ellos no les tocó comer de la sopa Buna, que tornaba cadavéricos a los
comensales; ni usar zapatos de talla inadecuada, que desollaban los pies de quienes
los usaban; ni recibir un balazo por la espalda al salirse de una fila, o morir
asfixiados y en el hacinamiento de una cámara de gas.
Tras
atestiguar todo eso, es difícil que tengan fe. En palabras de Józef: “Jesús,
Alá, Jehová, si existe, no sirve para nada (…)” (p.85).
“Yo
nunca estuve en un vagón de ganado ni pasé hambre” (p.89), reflexiona Abigaíl.
Sin embargo, la abuela le transmitió esa culpa ancestral al hacerle esas
terribles confesiones cuando apenas era una niña, quien siempre se preguntó que
si Dios “¿no podía evitar tanto dolor de inocentes?”. Ese a quien acusa de
haber provocado tanta muerte: “El Diluvio, Sodoma y Gomorra, el Holocausto”
(p.93).
Aun
así, queda en estas tres almas un resquicio de esperanza, a pesar de la
obstinada soledad, la infamia tatuada en la memoria, de la muerte que siempre
acecha, de su condición de desterrados, de la ley del Talión repetida al
infinito…
Elena
Méndez
_____
Liliana
V. Blum,
Residuos de espanto,
Col.
Novela,
Ficticia
Editorial/Universidad Autónoma de Nayarit,
México,
2013,
96
pp.
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