Predecir el futuro ha intrigado
a la humanidad a lo largo de su historia. Entre los gremios más interesados por
descifrar el porvenir se encuentran los literatos y los científicos.
Pedro Paniagua (Madrid, 1958),
catedrático de la Universidad Complutense y reconocido periodista, ha publicado
el ensayo Breve historia del futuro (Taurus,
2012), donde repasa –sin afán exhaustivo-, los vaticinios de diversas
mitologías, novelas de anticipación y el logro de avances tecnológicos
inimaginables para el profano.
Entre los textos literarios antiguos
con más presagios se halla la Biblia, en particular por la oniromancia
(interpretación de sueños), sobre todo en el Antiguo Testamento.
Basándose en Dunne –estudioso
de la precognición-, el autor aclara que en el texto sagrado: “No debe
sorprendernos la abundancia de visiones de futuro debidas a los sueños, pues
(…) la falta de rutina en cuanto al lugar
donde dormir facilita ese tipo de presagios. Y no hay que olvidar que el judío
ha sido siempre, y más en aquella época, un pueblo errante” (p. 22).
Para Sócrates la demencia
profética era un regalo divino. “El futuro en Grecia (…) vendría de la mano de
un estado enajenado del alma” (p. 42).
Pero, ¿por qué las deidades no
realizan predicciones en forma literal? Se explica: “(…) la razón quizá radique
en que el futuro no esté en lo dicho (…) sino en el proceso de descubrir su
sentido (…)” (p. 43).
Cicerón,
en su tratado Sobre la adivinación, distinguía
dos tipos de ésta: los auspicios y los augurios. Los primeros eran “consultas
que se hacían a los dioses para pedir su conformidad sobre una acción que se
realiza en una fecha determinada”. Mientras que los segundos “no estaban
sometidos a fecha. Entre las señales tuvieron singular importancia las que
procedían de animales y dentro de éstas (…) las que procedían de la bestia
mántica por excelencia, la serpiente” (pp. 82-83).
Para
el filósofo romano, la adivinación equiparaba a los mortales con las
divinidades. Asimismo, consideraba que todos los pueblos creían en manifestaciones del futuro y que los
más eminentes pensadores confiaban en algún método adivinatorio.
Quevedo
entendía la muerte como el único destino cierto que nos espera y que por ende
no debemos temer. Con gran lucidez, hace hablar a la propia muerte,
definiéndose: “(…) lo que llamáis morir es empezar a morir y lo que llamáis
vivir es morir viviendo (…)” (p. 137).
Dentro
de la ciencia ficción, Frankestein de
Mary Shelley es considerado un parteaguas, por
“inaugurar una serie de libros en los que la preocupación por el futuro,
desde un punto de vista exclusivamente literario y sin olvidar su tono
fantástico, presenta cierto afán de verosimilitud” (p. 150).
Otra novela fundamental para el
género es Nosotros, de Yevgueni
Zamiatin, donde “los seres humanos son meros números, o números acompañados por
una letra, que es normalmente por la que son llamados en la novela por el
protagonista” (p. 259). Esta obra fue vetada hasta 1988 en la Unión Soviética.
En esta antiutopía “los sueños son una enfermedad psicológica muy grave” (p.
261). El pretender aniquilar la
capacidad imaginativa resulta básico en un Estado represor.
La interrelación de literatura
y ciencia es sorprendente, no sólo por la creación de adelantos tecnológicos,
como naves espaciales y robots, que la primera previó: “la ciencia (…) ha
llegado a plantear incluso la posibilidad de que todo el universo no sea sino
un holograma, como La invención de Morel,
pero a escala gigantesca” (p. 350).
¿Y qué dice la ciencia de
nuestro afán de predecir? Según Paniagua, “(…) con la mecánica cuántica (…)
quien predice algo está acertando sólo por apuntar una probabilidad. Que el
estudio final coincida con el pronóstico es irrelevante porque para empezar no
hay un pronóstico concreto” (p. 392). Aun así, ¡qué interesante es indagar en
el futuro!
Elena Méndez
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Pedro
Paniagua,
Breve
historia del futuro,
Col.
Pensamiento,
Editorial
Taurus,
México,
2012,
408 pp.
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