David
Toscana (Monterrey, 1961) es un escritor obsesionado con el tedio, el fracaso,
la muerte, la soledad, la desmitificación de la Historia, el absurdo de la
existencia. Temas, sin embargo, sobre los que escribe con gran sentido del
humor y cierta dosis de ternura, porque sus personajes siempre tienen un aire
quijotesco: héroes condenados a la derrota por un mundo hostil que no comprende
su aparente locura.
Desde
hace algunos años, el autor radica en Polonia, donde ubica su más reciente
novela, La ciudad que el diablo se llevó (Alfaguara,
2012).
Polonia
fue devastada durante la Segunda Guerra Mundial, al ser ocupada por los
alemanes. En Varsovia, su capital, cuatro nativos festejan la dicha de estar
vivos. El grupo no podría ser más singular: “tres hombres arriba de sesenta
años y uno con pocos recursos físicos” (p. 11).
Ellos
son Ludwik, el sepulturero que cuenta leyendas truculentas sobre los cuerpos
que pueblan el cementerio; Kazimierz, un desempleado a quien le falta un dedo
de la mano; Eugeniusz, sacerdote que disfruta de embriagarse y asegura tener el
poder de resucitar.
Feliks,
el cuarto, posee un engañoso aspecto infantil. Es dueño de la llamada “tienda
de rapiña”, donde ofrece artículos de lujo que pertenecieron a gente ya
fallecida. Él salva a sus futuros amigos al “secuestrar” un tranvía para
escapar de un destino cruel.
Tras
su acción heroica, los amigos se reúnen en edificios abandonados, cafés
decadentes o el propio camposanto donde trabaja Ludwik, a beber vodka, hablar
de milagros, de las rarezas que esconden los cadáveres –como la señora
Majkowska, quien antes de morir pide al enterrador que la reúna con un capitán
militar, fallecido muy joven-.
En aquella Varsovia “extinta y endemoniada”, infamada por los guetos, asolada por la carestía, la incertidumbre y el dolor, Feliks exclama: "En esta ciudad hay que celebrar cada día que se está vivo. Aquí no se llora a los muertos; se aclama a los vivos"(p. 16).
Feliks
es apresado y sus bienes son decomisados; pisoteado en su dignidad al verse
forzado a delatar al capitán Bojarski, único amigo que hizo durante su
encierro, que disfrutaba de contar cuentos tanto como él, para poder quedar
libre.
La
ruina convoca a un interminable despojar y ser despojado: un novelista hurta la
máquina de escribir de la tienda de Feliks; Kazimierz vive en un departamento
vacío del que se apropia; Marianka, la enfermera que es su pareja, tiene fama
de mutilar miembros innecesariamente, como al parecer hizo con el barbero pata
de palo que entabla una fugaz amistad con la camarilla.
En
estas páginas rondan presencias ausentes: La nostalgia por el manuscrito
extraviado del novelista; las leyendas que Kazimierz se inventa sobre un par de
niñas –probablemente judías-, a quienes llama Kasia y Gosia, que aparecen en la
fotografía familiar del departamento que él invadió; Piotr, el soldado a quien
amaba la enfermera; y hasta el corazón de Chopin, rudimentariamente preservado.
La
imaginación es la manera en que estos hombres tan singulares intentan paliar el
miedo: Eugeniusz sueña convertirse en San Eugenio de Varsovia; Feliks intenta
conjurar, mediante cuentos fantásticos, la apariencia decrépita de su mujer;
Kazimierz le obsequia una mano de cadáver a su novia; Ludwik se refugia entre
sus muertos.
“Habían
sobrevivido a una ejecución, a bombardeos. Guerras, epidemias y prisión. A la
viruela. Al correr de los tranvías. A las espinas de pescado. A las balas
perdidas. Al paso de los años. A la mano de dios y los caprichos del diablo. A
los maridos celosos. A las amantes burladas. A las aguas del Vístula. A las
tentaciones del suicidio. A que los confundieran con judíos. Al tétanos y la
meningitis. A la próstata y los asesinos. Habían sobrevivido a la ciudad
capital de la muerte” (p. 259); razón de sobra para considerarse inmortales;
para hacer un brindis por sobrevivir.
Elena
Méndez
___
David
Toscana,
La
ciudad que el diablo se llevó,
Alfaguara,
México,
2012,
264 pp.
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