José Saramago,
Claraboya
(título original: Claraboia),
Traducción: Pilar del Río,
Alfaguara,
México, 2012,
424 pp.
Para los seguidores de un autor
de culto, siempre resultará interesante el hallazgo de algún inédito, en
particular si el artífice del mismo ha fallecido, por brindarle una nueva
arista de su obra. “Inédito póstumo”, sin embargo, es una etiqueta rechazada
por Pilar del Río, compañera de vida de José Saramago (Azinhaga, 1922-Tías, 2010),
quien ha traducido al español las obras del desaparecido escritor, cuyo segundo
aniversario de fallecimiento será este próximo 18 de junio.
Saramago, singular hasta la
médula, tuvo su propia forma de morir, como afirma su pareja: “Morir es haber
estado, no estar y luego publicar un libro”.
Claraboya,
la más reciente obra del Nobel portugués, ha resultado toda una sorpresa para
sus lectores. Publicada originalmente en portugués por Editorial Caminho, ahora
se encuentra disponible para los hispanoparlantes gracias a Alfaguara.
Con esta novela culmina toda
una odisea, iniciada en 1953, cuando un jovencísimo Saramago la confió para su
dictaminación a una editorial que la “transpapeló” alegremente, sin contar con
la zozobra que ello le produciría: “un silencio doloroso, imborrable y de
décadas”, admite del Río.
Saramago, amante de sorprender,
sería el primer sorprendido al recibir en 1989 la tardía llamada de dicha
editorial, donde se le aseguraba que “sería un honor publicar el manuscrito
encontrado en una mudanza de las instalaciones”, a lo cual el lusitano se negó,
prefiriendo rescatarlo, rehusando difundirlo mientras estuviese con vida.
Claraboya,
según del Río, constituye una “novela de personajes”. El autor hace una
alegoría de la Lisboa pacata de los años cuarenta, centrándose en un condominio
de tantos, donde la rutina soporífera esconde, sin embargo, una bomba a punto
de estallar.
Ahí, “la familia no es sinónimo
de hogar, sino de infierno”, asevera la traductora. Hay entonces, seis pequeños
infiernos, con sus respectivos dramas: el de Lidia, mantenida treintañera que
se ve súbitamente desterrada del afecto del señor Morais, ilusionado con una
chiquilla, la sobreprotegida Claudiña; el ensueño sáfico de Isaura, del que
ninguno sospecha; el amargo desamor de Carmen y Emilio, quienes toman como
rehén de su fracaso al pequeño Enrique; el profundo aborrecimiento entre
Justina y Caetano, individuo hipersexuado que se empeña en nulificar como mujer
a su esposa, a la cual, paradójicamente, le teme.
Acaso los personajes más
luminosos sean Silvestre, el viejo zapatero, filósofo nato; su esposa Mariana,
aun enamorados después de treinta años juntos; y Abel, el nuevo inquilino, a
quien estos alquilan una habitación. Este joven llegará, sin saberlo, a
trastocarlo todo.
Un omnipresente tedio –“el
oscuro enemigo que nos roe el corazón”, Baudelaire dixit-
envuelve esta atmósfera plagada de frustración, mediocridad, hipocresía, odio.
Llena del desasosiego pessoano, tan bien descrito por Abel en una de sus
lúcidas disertaciones metafísicas con su casero, de quien se vuelve amigo: “-¿Quiere
verme con un empleo fijo donde tenga que yacer toda la vida? ¿Quiere verme
agarrado a una mujer? ¿Quiere verme haciendo la vida de todo el mundo?” (p.
223).
Pese a la juventud del autor,
se ven ya claramente volcadas las obsesiones que permearían su obra: el
pesimismo, la feroz crítica a un sistema
cada vez más deshumanizado, la rebeldía ante una sociedad que se escandaliza
ante el voluntario desarraigo -como el personificado por el joven Abel, que a
sus 28 años es definido como “inútil”, por el zapatero, que niega, no obstante,
sentirse superior a él-.
Esta vida, tan semejante a un
estercolero –como termina admitiendo Silvestre- se transformaría “con un amor
lúcido y activo, un amor que venza el odio”. (p. 409). Utopía, sin duda, como
se lo hace ver el joven.
Coincido con doña Pilar del Río
en que “Claraboya es el regalo que
los lectores de Saramago se merecían”.
Elena Méndez
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José Saramago,
Claraboya
(título original: Claraboia),
Traducción: Pilar del Río,
Alfaguara,
México, 2012,
424 pp.
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