Al
leer Por breve herida, de Margo
Glantz (Ciudad de México, 1930), uno descubre que ella pertenece a la estirpe
de quignardeanos mexicanos entre los que se encuentran también José Emilio
Pacheco, Federico Campbell y Pablo Espinosa.
El
argumento parecería muy simple: Margo –quien se llama a sí misma “La Escritora”
o “La Protagonista”- acude incontables veces a atender su dentadura. En medio
de sus eternas esperas, lee libros relacionados de uno u otro modo con el tema.
Pero lo complejo, aquí, no es solo la estructura, sino las imbricadas
relaciones que teje entre el puñado de obsesiones, de manías, de leitmotivs que
pueblan esta novela-ensayo, realizada mediante fragmentos que no descartan el
autoplagio, la digresión, la ironía, la intertextualidad.
Explica
así su amor por lo fragmentario, tan característico de su admirado –y no sé qué
tan conscientemente imitado- Pascal Quignard: “Trabajar con la fragmentación
permite que el lector reconstruya el texto y le dé unidad, entreverada, diluida
y a la vez fuertemente sugerida. Cada uno de los textos funciona
individualmente por cuenta propia y puede separarse del conjunto y sin embargo
conservar su propia autonomía (...) a veces la fragmentación es tal que llega a
convertirse en pulverización”. Ello ocurre en Por breve herida. Y es para bien. Así como una novedosa técnica
dental permite que injertar hueso pulverizado regenere el hueso original, así la
fragmentación literaria y su consiguiente pulverización regeneran su sentido,
su esencia. Logran que esta obra sea múltiples obras a la vez.
Fascinada
con los procesos del cuerpo y enterada de detalles que aparentemente solo
conciernen a los especialistas, realiza una profunda introspección, casi casi,
una disección, de todo lo que pasa por su mente mientras –o después, o antes-
es intervenida en su dentadura, la cual siempre ha sido muy delicada.
Margo
habla de las fauces animales, sobre todo, de los perros, tenido cuya ferocidad
intimida a sus enemigos, aunque también, a sus amos.
Asimismo,
menciona a autores, celebridades y personajes ficticios con dentadura mellada o
cuyos dientes acabaron como reliquia, como Ramsés II, Santa Teresa de Ludwig de Baviera, George
Washington, Thomas de Quincey, Miguel de Cervantes, Vincent Van Gogh, Graham
Greene, Jan Potocki, Roberto Bolaño, Martin Amis, las Gorgonas, Don Quijote, la Berenice de Edgar
Allan Poe, Hanno y Thomas Buddenbrook, de Thomas Mann…
Autora
entrañable, tanto por íntima como por hablar de/desde las entrañas, revela sus innumerables
fijaciones, las reliquias que guarda como si fuesen de un santo: un collar de
marfil que le obsequió su madre antes de morir, así como los cabellos de ésta,
cuidadosamente resguardados en una media que usaba.
Dialoga
con otras artes, en especial, la música, la pintura y la cinematografía.
Respecto a la pintura, es imprescindible destacar que la portada está ilustrada
por un retrato realizado por Francis Bacon, donde aparece una mujer cuyo rostro
es una serie de rasgos borroneados, grotescos, cuyo cuerpo adopta una pose
similar a la de la Maja Desnuda de
Goya.
Bacon
es un artista constantemente citado por Glantz; de él, le obsesiona “la serie
de más de cuarenta variaciones del retrato que pintara Velázquez del papa
Inocencio X”. Ella se maravilla ante el horror de sus pinturas, donde suelen
aparecer bocas semejantes a fauces estremecidas, así como las de quienes acuden
a atenderse problemas dentales.
Así
como los especialistas tienden puentes en la boca de Margo, ella, a su vez,
tiende puentes literarios con su mente y su mano. Tal como hiciera David
Markson en Vanishing Point, quien
realizó una “novela sui generis” en la que “investigaba las cosas más
cotidianas y absurdas que aparentemente a nadie le interesaban de la vida de
los escritores y sus personajes favoritos, incluyéndose a sí mismo”, ella
concreta su “ejemplo extremo de procrastinación memorable”, escrito durante
dieciséis años, periodo de perpetua construcción/deconstrucción tanto
espiritual como corpórea.
Como
académica de la lengua, se regodea en las palabras, incluso en esas que uno
desconoce o en las que no suele reflexionar y que para ella son hermosas, como
los términos que designan a los huesos humanos: “el calcáneo, el húmero, la
rótula, el peroné, el astrágalo, la escápula o la clavícula, nombres esdrújulos
dignos de un poema; se parecen a los que usaba Sor Juana Inés de la Cruz en el Primero Sueño (…)”.
Mujer
de rituales, de fetiches, amante de verse bien, describe los zapatos verdes que
acostumbra llevar a sus consultas dentales, su radiante labial rojo, su
necesidad de arreglarse el cabello tras finalizar tan arduos procesos. Todo
conduce a lo mismo: a su afán por la belleza, a sus recuerdos de infancia, a
inventariar e inventariarse, a viajar a través de las letras, ya sea que se
desplace o no físicamente, en un alarde digno de wanderlust (manía ambulatoria).
Cabe
abundar sobre su ya citado afán por la belleza: “Siempre he tenido problemas
con mi aspecto, me parece que tengo un perfil demasiado fuerte -¿el de un
emperador romano?- y me sigo encorvando. Tuve un cuerpo precioso, no era fea
pero creía que era fea. Mi apariencia personal siempre me hizo fijarme en la de
los otros sobre todo en la de las mujeres. (…) Por eso le dedico un libro a la
belleza levemente cinematográfica de mi madre, una mujer muy bella, muy
elegante, tenía muy buen gusto para vestirse, muy coqueta, además, era la época
de las grandes artistas del cine de los años treinta o cuarenta(…) todas tenían
una especie de allure, un garbo que
yo anhelaba tener”.
Joseph
Conrad afirmaba que “cada una de sus novelas le había costado un diente”. A
Margo esta obra le costó varios, no sólo en el sentido metafórico. El lector
sabrá valorar su colmillo literario, hincarle el diente a este volumen con sumo
regocijo; devorarlo, en suma.
Elena
Méndez
______
Margo
Glantz,
Por
breve herida,
Col.
Narrativa,
Editorial
Sexto Piso/Universidad Nacional Autónoma de México,
México,
2016,
288 pp.
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